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Rita se había ausentado de aquél instante dramático, refugiándose en sus recuerdos, pero en pocos segundos su refugio virtual se desvanecería como el humo de los cigarros cuyos cadáveres yacían en el cenicero de latón.
Con un movimiento lastimoso, como el de las cuerdas de guitarra al estirarse para ser afinadas, el voluminoso visitante extrajo del saco dos herramientas con las que pretendía cumplir su objetivo...
Rita salió repentina y momentáneamente de su letargo, observó los instrumentos sostenidos por una mano gruesa y temblorosa, se estremeció, se planteó varios porqués, buscó los ojos del intruso que, antes de mirarle, le quemaron y mejor bajó la vista...
Se volvió a aferrar a su silla plástica, regresó a otro momento de su vida, la víspera de sus quince años, cuando ella esperaba ansiosa a su padre, sentada con su nuevo vestido en la vieja silla plástica que habían decidido pintar de rosa para la ocasión y que la imaginación de Rita había convertido en un trono donde una princesa esperaba a su padre, el Rey, para que la llevara al gran baile... Aquella ocasión, en lugar de su padre con una improvisada corona de cartón en la cabeza, entró por la puerta un mensajero con cara sombría y habló con la madre de Rita, ambas, al mismo tiempo, derramaron sus lágrimas, la madre por la noticia que escuchaba, la hija porque sabía lo que significaba que su padre no llegara justo en ese momento: él se había ido a navegar a otro mundo.
El mensajero dejaría un sobre para la madre y otro para Rita, pero pasarían meses antes de que la quinceañera decidiera abrir el sobre, meses en los que la imaginación le proponía que dentro de ese papel hubiera una carta que indicara que todo era una broma, un mapa que la guiara de nuevo a los brazos de su padre vivo, sonriente y con el aroma a mar y maderas de siempre, meses anclada a una silla plástica que ya no navegaba más, que ya no era un trono sino el asiento cualquiera de una terminal a la que no llegaba ningún tren, ningún barco, ningún autobús.