Desde la puerta, un sonido opaco invadió la sombría habitación donde Rita temblaba de frío. En medio de una espesa tiniebla, fruto de su propio tabaquismo, apenas pudo mirar con sus ojos la perilla girando, aunque sus oídos recibieron las vibraciones de las piezas metálicas, frotándose entre sí para dar paso a un rayo de luz mortecina que proyectó una sombra grotesca sobre el piso y se hizo acompañar de una helada brisa salina, con todo su tacto y los sonidos de millones de gotas cayendo sobre el pavimento.
Rita no se inmutó, permaneció sentada en aquella vieja silla plástica, otrora color blanco, con las manos alrededor de sus hombros, los codos alrededor de sus rodillas y éstas cubriendo sus senos desnudos. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recibir el aroma marítimo que invadía sus vías respiratorias y le platicaba sus más recónditos recuerdos infantiles, cuando aún se divertía bajo la lluvia mientras corría y saltaba en el bulevar, ignorando los gritos de su madre aterrada ante semejante acto de irresponsabilidad.
De nuevo, Rita escuchó, más que vio, una bota enlodada haciendo fricción en la desgastada loza de la habitación, un segundo después, otra bota más hacía su aparición en ese melancólico y sombrío escenario; sobre ambas botas caminaba un pesado bulto con enormes extremidades que sólo pudieron distinguirse mientras un relámpago dilataba las pupilas de los presentes, quienes acto seguido, crisparon involuntariamente todos sus músculos ante el golpe sonoro del inevitable trueno que les cimbró hasta el alma.
Rita miró por entre la mencionada tiniebla que comenzaba a disiparse por obra de la brisa, observó y se supo escudriñada por unos ojos vidriosos que cargaban con muchas preguntas, poca paciencia y ningún sentido del humor.