8 de marzo de 2009

Rita en la silla plástica (6)

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No fue el estruendo de la tormenta lo que estremeció al indeseable visitante de Rita, muchas personas más en kilómetros a la redonda despertaron asustadas, con la piel erizada ante el ensordecedor sonido que hizo vibrar los marcos de las ventanas. No fueron los oídos del ladrón que amenazaba a Rita los afectados por aquél trueno, fue lo que sus ojos vieron en los dibujos lo que le revolvieron el estómago y le extrajeron un sudor frío.

Rita seguía dibujando, indiferente ante las goteras que caían a su alrededor y sorda ante la banda sonora en que se convertía la tormenta, sólo sus pezones desnudos eran testigos del frío que sentía su cuerpo, pero no ella, porque ella estaba a años y kilómetros de distancia, en medio del mar, haciendo travesuras con su padre, el capitán del buque en el que habían fabricado un escondite exclusivo donde guardaban todos sus tesoros.

Los rumores generados entre la tripulación acerca del "tesoro del capitán" se convirtieron en verdades y en obsesión a lo largo de cinco años de ver al oficial buscando las horas más oscuras para bajar al cuarto de máquinas y entrar por una escotilla a la que sólo él tenía acceso. Según los cálculos de muchos, esa escotilla conducía a un considerable espacio dividido en pequeñas recámaras que normalmente funcionarían como las bodegas ubicadas en otras partes debajo de la nave. Lo que guardaba el capitán en ese lugar al que sólo entraban él y su hija, cuando ella le acompañaba, nadie lo sabía, pero la obsesión y ambición de algunos se materializó en un motín a bordo que ocasionó una batalla entre dos bandos de tripulantes, seguida de una tempestad que les tomó a todos desprevenidos y ocasionó el hundimiento del buque y la muerte de más de la mitad de la gente a bordo, incluido el capitán.

La madre de Rita, preocupada por el impacto que tuvo en su hija la muerte del capitán, consultaba a todo mundo esperando obtener algún remedio, o por lo menos alguna explicación a la extraña conducta de Rita, quien había dejado de hablar, se quedaba horas sentada en una silla plástica mirando hacia el infinito y cuando le acercaban una libreta para ver si se comunicaba usando la escritura, se limitaba a dibujar frenéticamente cosas de barcos y tesoros que admiraban a muchos por el dominio de la técnica de dibujo, pero que a nadie, o casi a nadie, le decían mucho más.

Hacía seis meses, el día en que Rita cumplía veinte años, que su madre no volvía a casa. Había salido con un fajo de dibujos hechos por su hija en busca de una nueva explicación. Iba pálida, pero con paso firme y mirada furiosa. Desde entonces los vecinos se habían ocupado de Rita, a su manera: algunas señoras iban y dejaban comida que ella devoraba como autómata, otras le ayudaban a bañarse y le volvían a poner el camisón que ella insistía en quitarse, durante los primeros meses montaban guardias para que ningún vecino (incluyendo a alguno de los maridos) se metiera a satisfacer sus deseos carnales con la desdichada jovencita, pero hacía ya dos meses que Rita había sido un triste, mudo e indiferente recipiente de múltiples abusos.

Lo que ahora veía el furtivo visitante en los nuevos dibujos de Rita, le parecía imposible, le inquietaba sobremanera, como si estuviera frente a un médico que le informara que le quedan dos días de vida... Sus gordos dedos (los nueve que le quedaban entre ambas manos) temblaban involuntariamente, su corazón (el poco que le quedaba) latía con rapidez y los músculos de sus piernas como troncos se tensaban hasta provocarle calambres, no pudo moverse, la historieta dibujada por Rita le estaba dejando petrificado.

Continuará...