La gente se alborota con la luna llena, pero la que se llena en octubre ofrece un catálogo de locuras inacabable, una gama de impulsos, groserías, sensibilidades, malabarismos, nerviosismos, sensualidades, indecisiones, inspiraciones, cursilerías, arrebatos, crímenes, apetitos, ansiedades, romanticismos, entregas y fantasías tan aparentemente palpables y prometedoras como la idea más infactible al abrigo de una sobredosis de cafeína.
La luna de octubre merece nuestras miradas ¿o será que nuestras miradas merecen la luna de octubre después de nueve meses de tolerancia en este mundo tan gris y abstemio?
La luna de octubre se antoja contigo, se antoja en tus ojos y en tus hombros acariciados por la brisa en la playa, se antoja con la arena en los pies y en las espaldas, iluminando un juego infantil que deja sus huellas a segundos de ser borradas por la marea, proyectando nuestras sombras bajo un beso salado que vuela entre los irónicos imposibles de nuestras insignificantes existencias.
Podemos culpar a la luna de este juego menos infantil, éste que ha dejado huellas que no podrán borrarse con el vaivén de las olas, éste en el que se niega la realidad para dar paso a la ilusión, éste en el que la misma luna nos ofrece asilo político y, al cabo de esta eternidad sin nosotros, nos obsequia una nacionalidad: lunáticos.