Unos inigualables frijoles de la olla con queso fresco y plátanos fritos
para cenar, un exquisito estofado con arroz colorado para comer, una
Coca-Cola que nos enviabas a buscar a tus nietos para agasajar a las
visitas en tu pequeña pero siempre hospitalaria sala... Una, dos, tres
camas siempre dispuestas para dar descanso a quien fuera parte de la
familia por lazo sanguíneo o de amistad, para los momentos felices como
las fiestas de fin de año, las vacaciones o el Carnaval, y para los
tragos amargos como el sinnúmero de funerales que te tocó atender,
incluidos el de tu amado esposo (nuestro amado abuelo) y el de tu amado
hijo (nuestro amado Tío Chavo).
Unas monedas que nunca te sobraban pero siempre estabas dispuesta a
compartir con quienes las necesitáramos, porque nunca fuimos familia de
abundancia financiera, pero entre tú y mi abuelo nos enseñaron a
compensar eso con abundancia solidaria. Un gesto siempre compasivo para
con los más pequeños, los que padecían algo por insignificante que
fuera, como cuando veíamos en familia los partidos de la selección
mexicana de fútbol que milagrosamente conseguía arrasar con su oponente y
tu voz emitía un compadecido “¡ay pobrecitos!” refiriéndose al
contrincante.
Un don de escucha imperceptible para muchos, pero yo me daba cuenta que
quien llegaba a sentarse a tu sala o a tu comedor para contarte sus
penas, incluido yo, se iba con un semblante distinto, como si le
hubieras sembrado una semilla de paz con tus oídos y con palabras bien
escogidas.
Un respeto infinito para atender con la misma
amabilidad a personas de todos los estilos, todas las creencias y todas
las intenciones, aunque no estuvieras de acuerdo con ellas.
Una
risa hermosa, contagiosa, sencilla, atenta a cualquier simpleza para
estallar y elevar el nivel de alegría de las reuniones, como cuando
estábamos a la mesa y se me ocurría alguna tontería que te hacía reír,
entonces me decías: “ay Leo, me hiciste reír sin ganas”.
Una alerta constante para verificar el bienestar de toda tu familia. No
sólo de tus hijos, no sólo de tus nietos, sino de tus hermanas y tu
hermano, de tus sobrinos, de toda la parentela política y de todos los
que guardabas en tu corazón por el simple hecho de saber que son
importantes para quienes tenemos la fortuna de ser descendientes tuyos.
Las cuentas del teléfono no me dejan mentir al respecto.
Una
lista de tus frases célebres que comencé a elaborar junto con mis
primos, cuando la realidad del tiempo y la edad me punzó dolorosamente
para recordarme que nadie se queda en este mundo eternamente, ni
siquiera tú que bien lo hubieras merecido. ¡Cómo disfrutabas cuando nos
dábamos cuenta de que habías dicho una nueva frase célebre y yo la
anotaba o alguno de mis primos me enviaba un mensaje para que no quedara
sin registro! Pero más disfrutabas cuando, en las reuniones familiares
hacíamos el recuento de la colección.
Y el fin de año que siempre, o casi siempre hemos celebrado bajo tu techo, porque tú y mi abuelo tuvieron el don de atraernos como un imán a su casa encantada, a su casa tan llena de su santidad, tan resistente a huracanes, tormentas y terremotos. Siempre nos acompañaste en esas celebraciones y hasta tus últimas ocasiones aguantabas despierta más que muchos de tus hijos y nietos, porque siempre te gustó exprimir hasta la última gota de felicidad que brindan esos momentos en familia.
Y el fin de tu paso por este mundo, con el que también nos reuniste, con el que también nos dejaste enseñanzas valiosas acerca de la fortaleza, de la solidaridad, del respeto, del amor.
Un réquiem para ti que te despediste hace un mes, pero te quedas en nuestro corazón para toda la vida.