Que durante
veinticuatro horas soy capaz de recordar todos mis pendientes y realizarlos uno a uno sin contratiempos, sin llamadas inesperadas, sin una interrupción ni distracción, imagino que concluyo todas mis tareas y por fin puedo comenzar de cero sin dejar que nada más se me vuelva a acumular: el trabajo de titulación de la maestría que parece añejarse "en barricas de roble blanco", el proyecto para hacer más productivos mis veranos, las talachitas de la oficina, la organización de innumerables papelitos "importantes" (que, por más que les erradico del escritorio, se vuelven a acumular a la velocidad de la luz), darle una refrescada a mi portátil, detallar y ajustar algunas sesiones de clases (aunque nadie más que yo note el cambio), mi plan de conquistar al mundo (por lo menos el mundo que hay en mi cabeza que ahora mismo parece tenerme conquistado a mí).
Y constantemente vuelvo a mi realidad, habiendo consumido
veinticuatro minutos de mi vida en imaginar que no desperdicio ni un segundo, robándome
veinticuatro segundos más para concluir que lo que imagino no sólo es imposible, sino que me encuentro caminando en una ruta que conduce al lado opuesto de ese horizonte.
También acabo de decidir tomarme
veinticuatro palabras más para afirmar que no hablo de perder el tiempo, tan sólo de disfrutarlo, aunque sea con estupideces.
Y quizás le haya robado a alguien veinticuatro de sus segundos ocupados en contar que el enunciado anterior tiene en realidad veinticinco palabras... Pero quizás también le haya robado una pequeña sonrisa.