2 de septiembre de 2015

Un Réquiem por Malena

Unos inigualables frijoles de la olla con queso fresco y plátanos fritos para cenar, un exquisito estofado con arroz colorado para comer, una Coca-Cola que nos enviabas a buscar a tus nietos para agasajar a las visitas en tu pequeña pero siempre hospitalaria sala... Una, dos, tres camas siempre dispuestas para dar descanso a quien fuera parte de la familia por lazo sanguíneo o de amistad, para los momentos felices como las fiestas de fin de año, las vacaciones o el Carnaval, y para los tragos amargos como el sinnúmero de funerales que te tocó atender, incluidos el de tu amado esposo (nuestro amado abuelo) y el de tu amado hijo (nuestro amado Tío Chavo).

Unas monedas que nunca te sobraban pero siempre estabas dispuesta a compartir con quienes las necesitáramos, porque nunca fuimos familia de abundancia financiera, pero entre tú y mi abuelo nos enseñaron a compensar eso con abundancia solidaria. Un gesto siempre compasivo para con los más pequeños, los que padecían algo por insignificante que fuera, como cuando veíamos en familia los partidos de la selección mexicana de fútbol que milagrosamente conseguía arrasar con su oponente y tu voz emitía un compadecido “¡ay pobrecitos!” refiriéndose al contrincante.

Un don de escucha imperceptible para muchos, pero yo me daba cuenta que quien llegaba a sentarse a tu sala o a tu comedor para contarte sus penas, incluido yo, se iba con un semblante distinto, como si le hubieras sembrado una semilla de paz con tus oídos y con palabras bien escogidas.

Un respeto infinito para atender con la misma amabilidad a personas de todos los estilos, todas las creencias y todas las intenciones, aunque no estuvieras de acuerdo con ellas.

Una risa hermosa, contagiosa, sencilla, atenta a cualquier simpleza para estallar y elevar el nivel de alegría de las reuniones, como cuando estábamos a la mesa y se me ocurría alguna tontería que te hacía reír, entonces me decías: “ay Leo, me hiciste reír sin ganas”.

Una alerta constante para verificar el bienestar de toda tu familia. No sólo de tus hijos, no sólo de tus nietos, sino de tus hermanas y tu hermano, de tus sobrinos, de toda la parentela política y de todos los que guardabas en tu corazón por el simple hecho de saber que son importantes para quienes tenemos la fortuna de ser descendientes tuyos. Las cuentas del teléfono no me dejan mentir al respecto.

Una lista de tus frases célebres que comencé a elaborar junto con mis primos, cuando la realidad del tiempo y la edad me punzó dolorosamente para recordarme que nadie se queda en este mundo eternamente, ni siquiera tú que bien lo hubieras merecido. ¡Cómo disfrutabas cuando nos dábamos cuenta de que habías dicho una nueva frase célebre y yo la anotaba o alguno de mis primos me enviaba un mensaje para que no quedara sin registro! Pero más disfrutabas cuando, en las reuniones familiares hacíamos el recuento de la colección.

Y el fin de año que siempre, o casi siempre hemos celebrado bajo tu techo, porque tú y mi abuelo tuvieron el don de atraernos como un imán a su casa encantada, a su casa tan llena de su santidad, tan resistente a huracanes, tormentas y terremotos. Siempre nos acompañaste en esas celebraciones y hasta tus últimas ocasiones aguantabas despierta más que muchos de tus hijos y nietos, porque siempre te gustó exprimir hasta la última gota de felicidad que brindan esos momentos en familia.

Y el fin de tu paso por este mundo, con el que también nos reuniste, con el que también nos dejaste enseñanzas valiosas acerca de la fortaleza, de la solidaridad, del respeto, del amor.

Un réquiem para ti que te despediste hace un mes, pero te quedas en nuestro corazón para toda la vida.